Desmadre
Maria Cristina Cortés
2019
A través de la historia del arte podemos observar algunos aspectos de la relación que ha existido entre el paisaje y la pintura, entre el hombre y la naturaleza. En el Renacimiento, cuando el hombre se erigió en el centro del mundo, convirtió la naturaleza en un objeto de conocimiento y dominación. En la pintura de la época el paisaje era solamente un telón de fondo, un elemento decorativo en los innumerables retratos que enfatizaban el carácter y la fisionomía de los individuos. Esta situación cambia con la pintura La tempestad de Giorgione, el primer paisaje en el que la naturaleza ocupa un lugar protagónico y luego con los paisajistas holandeses del siglo XVII que convirtieron el entorno natural en el tema central de la pintura, con lo que se inauguró un nuevo género junto con la naturaleza muerta. En estas obras del XVII que celebraban la comunión existente entre el hombre y el mundo natural, se descubrió la belleza cambiante del cielo, lo que dejó un legado de admiración y respeto. Fueron los románticos, los primeros hombres en sentir un desgarramiento entre hombre y naturaleza, a causa del avance de la vida moderna, y tanto en pintura como en poesía, surgieron imágenes poderosas en las que pervive la fascinación y la nostalgia. Hoy que somos un futuro lejano del s. XIX, podemos comprobar que el sentimiento romántico estaba bien fundamentado.
Actualmente la visión neoliberal, el “capitalismo salvaje”, la sobrepoblación, la explotación legal e ilegal, de los recursos de la tierra, son factores que están exterminando la naturaleza, y nos convierte en testigos de una catástrofe.
María Cristina Cortés, ha sido paisajista a lo largo de toda su carrera artística, y en su atenta observación del mundo natural ha dejado una obra en la que podemos observar un recorrido similar al de la pintura paisajística que mencionaba al comienzo. En sus primeras obras, captó la belleza del paisaje sabanero que posee una luz particular, suave y fría. Esa luz, a veces un tanto espectral, caía sobre grupos de vacas que tranquilas pastaban entre charcos que absorbían los últimos rayos de luz del día. Pero ese paisaje, poco a poco, se fue contaminando: las lagunas y charcos se llenaron de basura; el agua, antes cristalina, se convirtió en una sustancia lodosa; luego los bosques se fueron secando, se colmaron de rastrojos que dieron lugar a una serie de dibujos en los que inició su experimentación con el collage, para finalmente llegar al desastre actual, que de manera tan acertada ha titulado Desmadre.
Como lo anota Simón Ortega, sus paisajes actuales “utilizan imágenes referentes al agua – su exceso o carencia – para reflexionar sobre distintos modos de ver la naturaleza”. Desde sus primeras obras, el agua ha sido un elemento propicio para trabajar los reflejos de la luz, y lo sigue siendo en los paisaje anegados de hoy, en los que juega con la perspectiva, mira el mundo desde arriba, desaparece la línea del horizonte y el agua se extiende sobre el lienzo, lo cubre, lo inunda. En estas vastas superficies de color, se asoman las casas de los hombres hundidas convertidas en planos de color que producen una vibración que me hace recordar las palabras de Kandinsky cuando aludía a la experiencia cromática en términos de equivalencias sonoras, musicales.
En las obras que hay carencia de agua, la textura, cobra protagonismo para mostrar la tierra agrietada, yerma, a través de perspectivas osadas que ubican la mirada a ras del piso, de manera que la tierra rugosa se pone en primer plano y avasalla nuestra mirada. Estas piezas de menor formato fueron trabajadas sobre láminas de celotex, una especie de cartón que se utilizaba para la elaboración de los cielos rasos, vestigios de la demolición de su casa de infancia. Como lo anota Andrés Gaitán, en estas obras, “una ruina apela a otra ruina”. La utilización de este soporte que se relaciona con la memoria y los afectos, puede abrirse a múltiples lecturas, pero me interesa destacar el carácter experimental de su oficio: es como si en la medida de que el paisaje se va transformando ante sus ojos, bien sea por la sequía, por los incendios o las inundaciones, estos fenómenos exigieran nuevas formas de representación. En este caso, sobre estas láminas resecas y deterioradas por el paso del tiempo, María Cristina Cortés, utilizó una técnica propia del grabado: con un buril, dibujó, una a una, las grietas de la tierra, de manera que se genera una textura costrosa que añade efectos táctiles a estos paisajes áridos que por momentos pueden verse como pinturas abstractas, o como la más veraz representación de la tierra reseca y agrietada.
A pesar de abordar el desmadre de la naturaleza que nos remite a un paisaje apocalíptico, en la pinturas de María Cristina Cortés, la luz sigue iluminando el mundo, cae sobre el agua para volverse color, materia pictórica, o cae sobre estas texturas rugosas entre amarillas, ocres y grises, en ocasiones bordeadas por unos charcos de un verde moribundo, para presentar fenómenos lumínicos cambiantes y sorprendentes que afirman la validez de la pintura y la del género del paisaje.